quinta-feira, 8 de janeiro de 2015

Recuerdas el fin de tu infancia???



No todo el mundo recuerda el fin de su infancia como lo recuerdo yo.

Cuando les pregunto a otros sobre ese momento, la mayor parte de personas que conozco evocan un tiempo diluido en la memoria, en el que se transforman y comienzan a vivir en el mundo hormonal adolescente, teñido de sangre y poluciones, que sitúan allá alrededor de los doce años, o de las vacaciones que veranearon en Estellencs o en Alcúdia.

Pero no es frecuente recordar un hito y situarlo en el calendario con la viveza de detalles con el que me aparece en la mente.
Yo rememoro el día exacto en el que dejé la niñez.
Sentí lo que debieron sentir Adán y Eva cuando fueron expulsados del Paraíso, cuando toda su vida cambió al perder la protección de Dios.
Pero contrariamente a mis amigos, no fue la pubertad lo que cambió mi vida.
Fue más adelante, cuando un cambio en mi pensamiento me dejó abandonada a mi suerte, en una tierra de peligros, de incertezas y conjeturas. Empecé a vivir en un mundo lleno de hipótesis, de posibilidades y eso me llevó lejos, muy lejos del Edén en el que había transcurrido mi vida hasta ese momento.
Fue un martes de noviembre de hace cinco años a la vuelta de la clase de inglés.
Encontré a mi madre hablando con una vecina en lo que me parecía una conversación habitual entre ellas, que acostumbraban a contarse sus cosas en la escalera.
Al pasar junto a ellas escuché de pasada a la vecina que le decía a mi madre:

-Imagínate que pasaría si todo el mundo hiciera como ella

No sabía a qué se referían con esa frase, pero me llamó la atención. “Imagínate que pasaría si todo el mundo hiciera como ella”. La frase me daba vueltas porque era verdad que podía imaginarme diferentes comportamientos, que podía pensar en distintas posibilidades, que podrían conducir a desarrollar diferentes historias. Ahora podía entender la mente de los cuentistas.

Ese descubrimiento de la capacidad de imaginarse sucesos y acontecimientos diversos, al principio me alegró.
Me divertía pensando
“¿Qué pasaría si esa grieta en las baldosas de la acera fuera un agujero a otra dimensión y se pudiera ir a Narnia?
¿Qué pasaría si descubriera que soy media humana y media diosa del Olimpo y pudiera vivir las aventuras con Percy Jackson?
¿Qué pasaría si a ese hombre le tocara la lotería y esa mujer llegara tarde al trabajo?
¿O a ese chico le dijeran que tiene un hermano de padre que nadie sabía que existiera?
¿O qué ese coche explota en medio de la avenida?
¿O si apareciera un extraterrestre en mi instituto y fagocitara a mi mejor amiga y se hiciera pasar por ella?

La tipología de las hipótesis iba variando con los meses y los años.
Si bien al principio eran fantásticas, luego fueron apareciendo las que era posible que sucedieran en la realidad; me imaginaba todas las eventualidades que podían darse.
Y después surgieron las catastróficas:
¿Y si suspendo todas las asignaturas?
¿Y si nunca aprendo a conducir un coche?
¿Y si no me atrevo nunca más a subir a un autobús?

De la diversión inicial pasé a la indecisión y la angustia. No era capaz de concluir qué quería hacer y tampoco tenía determinación para atreverme a hacerlo. Si finalmente emprendía algo, era motivada por la urgencia de los plazos, o por la intervención de mi familia o amigos que me conminaban a pronunciarme sobre lo que se tuviera entre manos en ese momento.

Los días empezaron a ser pesados y oscuros, siempre en la sombra de las enormes posibilidades que tenía mi existencia. En pocas circunstancias estaba tranquila; sólo conseguía sentirme serena cuando lo que debía hacer no me dejaba pensar, porque ni siquiera en sueños las hipótesis me dejaban tranquila.

Una de las pocas situaciones en las que descansaba era, paradójicamente, cuando estaba harta de la lluvia de conjeturas, y me iba corriendo por el Paseo Marítimo. Llegaba exhausta al Dique del Oeste y descansaba viendo las olas romper en las rocas. Allí, si estaba sola, rompía yo misma a llorar, como si fuera una ola que tropezaba en su camino con la roca, y me quedaba rendida.

Uno de los días en los que corrí hasta el mar, sintiéndome agobiada por el infierno de hipótesis que rondaban en mi cabeza, al llegar al Dique del Oeste no paré de correr cuando me acerqué al borde. Si la vida que cuando era niña pensaba como el tiempo “cuando sea mayor”, tenía que ser este sufrimiento, prefería acabar con ello.
Seguí agitando las piernas en el aire hasta que caí al mar.
El agua me contuvo en su seno y me dejé llevar, arrullada por los sonidos acuosos que llenaron mi mente. El líquido me envolvió. El agua mojaba mi piel y refrescaba mi mente. Abrí los ojos, sentí el escozor de la sal, el vaivén del movimiento del mar, el azul del cielo salpicado por las burbujas que mi cuerpo formó en el agua… y ya no hubo nada más que el ahora.


Ana Cortiñas Payeras

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