terça-feira, 6 de abril de 2021

LV


 Diane Diedrich






Todo lo que guardé se me hizo polvo; todo lo que escondí de 
mis ojos lo escondí, y de mi propia vida.

Nada te he quitado que me haya servido de paz o justificación 
para todo lo que me quitaba yo misma. Nada te he retenido que 
no haya pesado como cielo de plomo sobre cada uno de mis 
días.

No quise beber el vino por no gastarlo, y el vino se me ha 
agriado en la copa. No es la culpa del vino sino de la mano 
vacilante.

Me creí invulnerable al fuego de la espera, y apenas me 
reconozco en estas cenizas, que pronto se llevará el viento.

Perdona tú, defraudador forzado, a la defraudada, que no te 
destinó a otra cosa. Perdónenme el sol y la tierra y los pájaros 
del aire y todas las criaturas simples y libres y luminosas.

No fue el mío el pecado primaveral de la cigarra, aquel que se 
comprende y hasta se ama. Fue el pecado obscuro, silencioso, de la 
hormiga; fue el pecado de la provisión y de la cueva y del 
miedo a la embriaguez y a la luz.

Fue olvidar que los lirios que no tejen tienen el más hermoso de 
los trajes, y tejer ciegamente, sordamente, todo el tiempo que 
era para cantar y perfumar.

Ese fue el pecado; y así te retuve por cálculo, por cuenta que ni 
siquiera estuvo bien echada, la porción que era tuya, en la poca 
y muy repartida dulzura de mi casa. Pecado de hacerme fuerte 
y dejarte la mano tendida, no con la negación sino con el 
aplazamiento ara una mañana que no podía ser nunca otra cosa 
que eso mismo: mañana...



Dulce María Loynaz






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