Todo lo que guardé se me hizo polvo; todo lo que escondí de
mis ojos lo escondí, y de mi propia vida.
Nada te he quitado que me haya servido de paz o justificación
para todo lo que me quitaba yo misma. Nada te he retenido que
no haya pesado como cielo de plomo sobre cada uno de mis
días.
No quise beber el vino por no gastarlo, y el vino se me ha
agriado en la copa. No es la culpa del vino sino de la mano
vacilante.
Me creí invulnerable al fuego de la espera, y apenas me
reconozco en estas cenizas, que pronto se llevará el viento.
Perdona tú, defraudador forzado, a la defraudada, que no te
destinó a otra cosa. Perdónenme el sol y la tierra y los pájaros
del aire y todas las criaturas simples y libres y luminosas.
No fue el mío el pecado primaveral de la cigarra, aquel que se
comprende y hasta se ama. Fue el pecado obscuro, silencioso, de la
hormiga; fue el pecado de la provisión y de la cueva y del
miedo a la embriaguez y a la luz.
Fue olvidar que los lirios que no tejen tienen el más hermoso de
los trajes, y tejer ciegamente, sordamente, todo el tiempo que
era para cantar y perfumar.
Ese fue el pecado; y así te retuve por cálculo, por cuenta que ni
siquiera estuvo bien echada, la porción que era tuya, en la poca
y muy repartida dulzura de mi casa. Pecado de hacerme fuerte
y dejarte la mano tendida, no con la negación sino con el
aplazamiento ara una mañana que no podía ser nunca otra cosa
que eso mismo: mañana...
Dulce María Loynaz
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