domingo, 30 de maio de 2021

XXXV


 Anastasia Pottinger




Como una  guerra civil, como una rebelión sordamente 
contenida, el dolor ha estallado en alguna parte de mi tiempo 
sin darme tiempo a huir, cogida por sorpresa entre su furia.

Se presentó primero como una insinuación cuyo rumor apenas 
me alcanzaba, como gentes que hablan de noche y uno oye 
entre sueños; tenía ya el dolor en la propia carne y lo buscaba a 
tientas en derredor mío, fuera de mí. Cuando vine a  saber que 
estaba dentro, era ya un foco que no podía sofocar, un 
amotinamiento.

Todavía no lo entiendo: este cuerpo con que ando sobre la 
tierra estaba hecho a obedecerme, fue siempre humilde y 
manso.

Nunca reclamó nada, nunca  imaginé que tuviera quebrantos 
que resarcir ni justicias que vindicar.

Lo  ayudé a subsistir como a siervo fiel y útil que era, con su 
ración de cada  día; lo defendí del frío, de la lluvia, de  caminos  
tortuoso y contactos vulgares. ¿Qué más podía hacer yo, 
trajinada de afanes y de sueños?

Acaso algunas  veces –muchas  veces– le exigí más  de lo que 
podía darme, y no fue junto a mí más que corteza preservadora 
de la pura almendra, y en la que nunca se me hubiera ocurrido 
buscar sustancia ni dulzura.

Poco he sabido de él, y ahora se venga, me hace patente su 
presencia de modo que no pueda ignorarla, gritándome su 
nombre en el silencio de mis noches, cosiéndome con dardos de 
fuego a las sudadas sábanas, envenenando en mis arterias la 
sangre con que quiso mi soberbia alguna vez amamantar 
estrellas.

Clavada a este muro, sin más fuga que obleas y tisanas, me 
avergüenzo de mis vanos delirios, de lágrimas que me salen de 
no sé dónde y que jamás lloré en trances más dignos.

Soy toda huesos quebrantados, humores miserables. Soy la 
prisionera de este amasijo de dolor y fiebre, como las altivas 
reinas antiguas lo eran del populacho enardecido.

Ya que no puedo huir, tengo que hallar un precio de rescate. 
Tengo que sobornar o someter.

A pesar de esta brusca rebeldía, yo sé que el enemigo es débil... 
Si no me es dable reducirlo, quizás yo pruebe contentarlo 
ofreciendo a su ira imprevista un poco de la miel que dejó el 
alma en la escanciada copa de mi vida.

Las sobras del convite, para él... Para el mendigo cándido y 
colérico que dormía todas las noches a mi puerta.


Dulce María Loynaz



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