Como una guerra civil, como una rebelión sordamente
contenida, el dolor ha estallado en alguna parte de mi tiempo
sin darme tiempo a huir, cogida por sorpresa entre su furia.
Se presentó primero como una insinuación cuyo rumor apenas
me alcanzaba, como gentes que hablan de noche y uno oye
entre sueños; tenía ya el dolor en la propia carne y lo buscaba a
tientas en derredor mío, fuera de mí. Cuando vine a saber que
estaba dentro, era ya un foco que no podía sofocar, un
amotinamiento.
Todavía no lo entiendo: este cuerpo con que ando sobre la
tierra estaba hecho a obedecerme, fue siempre humilde y
manso.
Nunca reclamó nada, nunca imaginé que tuviera quebrantos
que resarcir ni justicias que vindicar.
Lo ayudé a subsistir como a siervo fiel y útil que era, con su
ración de cada día; lo defendí del frío, de la lluvia, de caminos
tortuoso y contactos vulgares. ¿Qué más podía hacer yo,
trajinada de afanes y de sueños?
Acaso algunas veces –muchas veces– le exigí más de lo que
podía darme, y no fue junto a mí más que corteza preservadora
de la pura almendra, y en la que nunca se me hubiera ocurrido
buscar sustancia ni dulzura.
Poco he sabido de él, y ahora se venga, me hace patente su
presencia de modo que no pueda ignorarla, gritándome su
nombre en el silencio de mis noches, cosiéndome con dardos de
fuego a las sudadas sábanas, envenenando en mis arterias la
sangre con que quiso mi soberbia alguna vez amamantar
estrellas.
Clavada a este muro, sin más fuga que obleas y tisanas, me
avergüenzo de mis vanos delirios, de lágrimas que me salen de
no sé dónde y que jamás lloré en trances más dignos.
Soy toda huesos quebrantados, humores miserables. Soy la
prisionera de este amasijo de dolor y fiebre, como las altivas
reinas antiguas lo eran del populacho enardecido.
Ya que no puedo huir, tengo que hallar un precio de rescate.
Tengo que sobornar o someter.
A pesar de esta brusca rebeldía, yo sé que el enemigo es débil...
Si no me es dable reducirlo, quizás yo pruebe contentarlo
ofreciendo a su ira imprevista un poco de la miel que dejó el
alma en la escanciada copa de mi vida.
Las sobras del convite, para él... Para el mendigo cándido y
colérico que dormía todas las noches a mi puerta.
Dulce María Loynaz
Sem comentários:
Enviar um comentário