Habíamos caminado mucho; pero ahora ya era todo tan firme,
tan exacto, que una profunda sensación de desconsuelo nos
invadió serenamente, empezó a circular despacio, como aceite
vertido en nuestras arterias.
Aquél era el lugar; aquélla, la casa. Y aunque nunca la
habíamos visto, la reconocimos desde el primer instante como
si hubiera hablado en el encuentro la voz de la sangre.
Una sangre misteriosa que hubiera estado trazando sus caminos en el
aire.
También de «dentro» nos reconocieron, porque encendieron
todas las luces y abrieron de par en par todas las puertas.
Fue entonces cuando vimos a través de los cristales, a través de
las paredes, a través de nuestra vieja ceguera, que todo lo
perdido estaba allí, reunido cuidadosamente con paciencia de
amor y silencio de fe.
Allí guardados el primer sueño, las alegrías olvidadas, la rosa
intacta de la adolescencia, el agua vertical que fue al principio.
Y mientras contemplábamos suspensos la deslumbradora,
inesperada riqueza, el tiempo fue perdiendo toda su premura, y
el alma toda su angustia, y el mundo todo su imperio.
Y fue así que nos echamos a dormir al pie de las ventanas
iluminadas... Creo que sí, que nos dormimos... La noche estaba
quieta; y ya lo ves: no entramos en nuestra casa.
Dulce María Loynaz
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